Una forma de nombrar uno de los rasgos fundamentales del que llamamos mundo moderno, del cual el psicoanálisis forma parte, sería llamarle un mundo “desalmado.”
Como nos señala Lacan en el Seminario de la Ética: “Hubo durante largo tiempo un alma del mundo y el pensamiento pudo mecerse en alguna relación profunda de nuestras imágenes con el mundo que nos rodea. Este es un punto cuya importancia parece no percibirse; la investigación freudiana introdujo todo ese mundo en nuestro interior, lo envió definitivamente a su lugar, a saber, nuestro cuerpo y a ningún otro lado.”
Siguiendo el mismo texto, se comprueba que el sentimiento de derelicción del hombre moderno va a encontrar sus raíces, no tanto en el abandono experimentado por la separación del pecho materno, como lo evocan desde las figuras de la literatura hasta la de ciertas escuelas de psicoanálisis que hacen de ello el motor de todo desarrollo subjetivo, sino más bien de esta caída del alma del mundo y de la operación que la hizo posible, en la que “se articula justamente el vuelco esencial de una crisis de la que surgió toda nuestra instalación moderna en el mundo.”
Esa alma que tenía el mundo, constituida por las proyecciones cosmológicas de las imágenes ligadas a los modos pulsionales era la que sustentaba un modo de relación del sujeto al mundo como el de la esfera dentro de la esfera. La astronomía era la ciencia más extendida y que mejor representaba esa relación de correspondencia del microcosmos (hombre) con el macrocosmos (universo) (1620 Blancanus, Sphasra mundi).
¿Cómo se produjo esa caída del alma del mundo que estuvo en los prolegómenos del discurso de la ciencia y también del psicoanálisis? Independientemente de los antecedentes que podamos encontrar en la antigua Grecia en Aristóteles o Sócrates, parece que podemos situar en el siglo XII el momento de un primer renacimiento que impulsará en casi todos los dominios de la vida un auténtico impulso “matematizador”, probablemente éste sea el largo proceso de gestación que permitió que a finales del siglo XVI y principios del XVII se diera el vuelco que supone la eclosión de la ciencia, y “el nacimiento de la visión del mundo en la que nos encontramos.”
Durante estos siglos ningún aspecto de la vida cotidiana resistirá el furor de ser sometido a la medida por el número, se instaura la regla de tres o regla de oro para evaluar beneficios, distribuir herencias y convertir valores en funciones de cambio; se progresa así en el pasaje a la plusvalía.
En 1440, Giovanni Cavalcanti atribuye a un conflicto entre Milán y Florencia el establecimiento de la primera frontera trazada con una línea recta, pura abstracción, que ya no hace referencia a los accidentes del terreno.
En arte, tal como señala Panofsky, se pasa de la construcción del espacio por agregación de elementos en la pintura gótica a la perspectiva como construcción aritmética.
En 1450 Nicolás de Cusa escribe el elogio de la medida. Durante siglos van a coexistir la fe religiosa con una progresiva exigencia de fundar los conocimientos en la razón y el cálculo numérico; como consecuencia, progresan las escuelas de ábaco y la experimentación.
Esta ingente y progresiva labor de matematización del mundo no sólo prepara el advenimiento de la ciencia, sino que es obvio que venía socavando el alma del mundo.
Quizá por ello en la culminación de este proceso y tal como señala Lacan (Seminario de la Ética) en los años inmediatamente anteriores a Descartes y Leibniz, teólogos y científicos se ocupaban de algo que Freud tampoco desdeñó en hablar y de lo que ya no nos ocupamos: el Diablo.
Al diablo en la obra de Freud le vemos tomar su función para el sujeto tanto en la dimensión simbólica: sustituto del padre, como la de representante de la vida pulsional. Quizá por ello también sirve a Lutero para dar una imagen de lo que el abandono del hombre moderno significa: «sois el desecho que cae en el mundo por el ano del diablo».
Verdadera expresión de la culminación de sustituir el alma del mundo por una operación simbólica que deja al sujeto el solo estatuto de resto, e instala más allá del bien la presencia del mal (Das Ding de la que el diablo sería uno de los nombres).
No es de extrañar que no todos los sujetos van a aceptar con facilidad esa nueva realidad del mundo. Basta con ver que en la vida cotidiana vuelve a tomar cierto auge la astronomía y los horóscopos que habían encontrado un declive en el siglo xv. Pero no sólo es a nivel de la cultura popular que se intenta reinstaurar un alma en el mundo: entre los discípulos de Freud no van a faltar los que deseen desandar el camino, Jung mismo, con su idea de los arquetipos, no pretende otra cosa que volver a poblar el mundo de proyecciones.
Pero más allá de los intentos de retroceder ante «la visión del mundo que nos corresponde», lo que a una escuela de psicoanálisis le compete es mantener dentro de su tiempo la particularidad ética que supone la instalación del psicoanálisis en dicho mundo, en relación a los demás discursos que dominan en el mismo.
Podemos afirmar de entrada que, aunque el predominio del discurso de la ciencia hace difícil sostener un discurso totalitario de la relación del sujeto al mundo, las formas y los efectos dominantes de este discurso en nuestro mundo se propondrán la doble operación de enmascarar la falta y de negar la presencia del mal en él, ya sea para ahora o para el futuro.
Entre estas formas de discurso totalizante encontramos en primer término la idea del progreso, la paradoja del propio discurso de la ciencia es que si ella misma nos exilió de un mundo cuya bóveda estaba recubierta de un alma, nos devuelve la ilusión de completud en la ambición de construir un todo-saber que negaría la castración y la existencia misma del sujeto como falta en ser, y al mismo tiempo nos devolvería la ilusión de alcanzar el bien por la liberación de los males que soporta el hombre y sin esperar a la otra vida, ilusión de la que participaba el propio Descartes como tantos otros filósofos y científicos.
Curiosa negación de la evidencia, pues si en algo contribuye la ciencia al bien del hombre, no es menos cierto que también multiplica la capacidad del mal, hasta el extremo de hacer verosímil esa figura de das Ding, que como dice Lacan se presenta en todas las épocas como la presencia de algo que podría ser el arma definitiva.
La otra gran opción que vemos tomar al hombre moderno, en ausencia de la sustancia del mundo, fragmentado hasta los confines del bing-bang, es la promoción del yoísmo, como lugar de todas las complacencias imaginarias que promueve especialmente los ideales del llamado modelo americano: ilusión de «hacerse a sí mismo», la competitividad con el semejante y el mercado como regla fundamental de funcionamiento y consecuentemente el final de la historia, y en su lugar promoción a nivel cósmico de todos los espejismos del amor, por ejemplo a través de programas que reducen la TV a la función de una gran casamentera o una auténtica alcahueta.
No dejan de verse completadas estas estrategias de lo simbólico y lo imaginario con una operación a nivel del goce.
A pesar de sus esfuerzos, la ciencia cada vez menos puede sostenerse como un saber totalizante. Gódel les asestó un duro golpe a tales pretensiones (“Acentos” n.° 2) y sabemos por Lacan que es de estructura que allí donde “A” aparece inconsistente responde “a”.
La ciencia misma va a proveer, en alianza con el discurso capitalista, los artefactos de goce para el consumo del sujeto, que perpetuarán su ilusión de una ciencia que lo resuelve todo, proyectándole en el doble extravío de la promesa falaz, de satisfacción y empujándole a una homogeneización de su goce que lo destituye como particularidad.
Frente a esas opciones del sujeto moderno la respuesta del psicoanálisis supone una opción ética que implica mantener al sujeto despierto para siempre a la doble realidad de la falta y de la irreductibilidad del goce con el bien.
En el corazón de la experiencia analítica está el deseo, este deseo que es expresión de la falta se articulará al goce particular del sujeto, no otra cosa nos indica la fórmula del fantasma $<>a.
Así, podemos decir que en gran medida aquello que en la neurosis funcionaba en divergencia y aún en oposición, en el análisis se articula en lo que Lacan llamó operación verdad, piénsese en la bella carnicera y en todas las anoréxicas del mundo, en cómo se halla en ellas la relación del deseo y la pulsión oral.
No se trata de que al final de un análisis uno va a hacer lo que le dé la gana. El fantasma supone una pérdida en la delimitación de un goce y una sujeción más que una libertad entendida como indeterminación absoluta; tampoco supone que el deseo va a mantener al sujeto siempre en el placer.
Por ello el goce soportado del síntoma se verá no sólo reducido, sino que el sujeto se ubicará en otra relación con el mismo, bajo el modo que le es particular.
Pero ese goce que el sujeto puede cernir como su causa en el fantasma, es no todo, no hay ilusión hedonística que le prometa al sujeto en el análisis que esté a salvo de la presencia o del encuentro con el mal. En todo caso, el analista y la Escuela de psicoanálisis están para no engañarse respecto a eso.
Por eso el final de su análisis no supone necesariamente en un sujeto el fin de su relación al análisis. Para un analista sólo existe un modo de tratar lo real por lo simbólico: la propia experiencia analítica, de ahí que por su pase a analista se coloca en posición de llevar a otros a la experiencia de su parte de verdad. Pero su propio análisis sólo le guía en parte, pues no es un paradigma de todos los análisis y cada final cierne lo real de un modo parcial, particular y en cierta forma irrepetible, de ahí que el deseo del analista, más allá de ciertas regularidades que se dan en la práctica, no condena a los analistas a la repetición de lo mismo.
La Escuela ha de velar para que el análisis no se deslice ni en una totalización del saber, ni en la práctica como rito, ni en la ignorancia de que cada análisis y la serie de todos deja algo como informulado que no parará de exigir que haya análisis.
José Monseny